Emociones: La alegría y la felicidad se contagian

Louis Armstrong hizo famosa una canción que también ha servido de música de fondo en numerosas escenas de películas y series modernas; se titula When You're Smiling y viene a decir que cuando sonríes, el mundo sonríe contigo. Probablemente no se necesite demasiada ciencia y sólo un poco de experiencia para saber que nos atraen más los rostros sonrientes que los rostros serios. Además, ¿no se ha reído nunca con alguien por cualquier tontería sin que hubiera forma de parar? Con todos los problemas que tenemos actualmente en la sociedad, quizás éste asunto le parezca superficial; sin embargo, debajo del mecanismo de la risa boba o de la filia por una cara amable, subyacen una serie de mecanismos psicológicos que son motivo de estudio por parte de médicos, psicólogos o sociólogos, y que pueden contribuir a mejorar la convivencia (¡y la salud!).

Cuestión de empatía

Marco Iacoboni es un neurofisiólogo de la Universidad de California (UCLA), autor entre otros del libro Las neuronas espejo, un texto ameno que empieza hablando de fútbol: en la final del Mundial de Alemania en 2006, el juagador francés Zinédine Zidane propinó un doloroso cabezazo en el estómago del italiano Marco Materazzi, una escena captada con todo detalle por las cámaras y que presenciaron millones de personas simultáneamente. Iacoboni explica que, si volvemos a ver aquel partido, observar cómo la pelota toca el larguero de la portería en el penalti fallido que dio la victoria a Italia no suele producir tanto impacto emocional como ver de nuevo el cabezazo que había tenido lugar unos minutos antes, puesto que presenciar la colisión de dos cuerpos, una cabeza contra un abdomen, y observar el rostro de rabia de uno y el rostro de dolor del otro, pone en marcha una serie de mecanismos cerebrales que nos permiten ser conscientes de lo que vemos y, al mismo tiempo, interpretar la reacción de cada uno de los protagonistas; todo ello se traduce en lo que nosotros, espectadores, sentimos sobre este hecho –y, por tanto, también en cómo acabaremos valorándolo y poniéndonos de una u otra parte–. Este “ponernos en la piel del otro” es una reacción propia de los humanos y otros primates, debida a unas cuantas neuronas llamadas espejo porque se activan y son capaces de despertarnos una emoción similar a la que siente (o pensamos que siente) otra persona a la que estemos observando o escuchando.

Esta reacción es la empatía, que nos hace sentir mal cuando a nuestra pareja no le salen las cosas como desea o cuando nuestros hijos suspenden un examen, y también son estas neuronas las que nos hacen sentir sed cuando hablamos de una bebida fresca o aumentan el deseo cuando escuchamos los escarceos amorosos de otros, por ejemplo. En lo que aquí concierne, la empatía es, sobre todo, la base de las buenas relaciones entre las personas.

Una de las preguntas que se plantean a menudo los sociólogos de la salud es por qué fracasan algunas campañas para modificar los hábitos y lograr reducir los factores de riesgo asociados a enfermedades cardiovasculares como el infarto, por ejemplo. Para dilucidarlo, se hizo un estudio con más de 8.000 mujeres de 82 barrios californianos y los investigadores concluyeron que vivir en un barrio con más carencias se asociaba a pocos cambios en el estilo de vida, menor conocimiento en cuestiones de salud y mayor probabilidad de presentar problemas cardiovasculares. Es decir, un entorno poco amigable favorece la inactividad física, así como la cercanía y concentración de comercios que venden tabaco es un factor que afecta al hábito de fumar.

Ahora bien, hay otros elementos que influyen: la soledad o la manera de ser de nuestros amigos. Un estudio en 3.500 personas mayores de 60 años realizado por el equipo del doctor Rodríguez-Artalejo en la Universidad Autónoma de Madrid detectó una asociación entre vivir solo o sin pareja y padecer hipertensión arterial. En otras palabras, ya no se trata de la influencia de factores físicos externos (urbanísticos), sino del factor humano. Es más, los hombres solos que ven con mayor frecuencia a sus familiares o a sus vecinos, parece que son más conscientes de su estado de “persona hipertensa” y logran controlar mejor su presión arterial que quienes están solos y no se relacionan. Aunque, a veces, algunos opinan que los vecinos son un estorbo, no debemos olvidar que somos seres gregarios y ellos también forman parte de nuestro bienestar.

Fíjese, si no, en este otro tipo de “contagio” vecinal: en Canadá analizaron la relación entre el índice de masa corporal de 800 mujeres con el peso de sus vecinas; los resultados llaman la atención: las mujeres que viven entre mujeres “más delgadas” (con menor índice de masa corporal que ellas) tienen mayor probabilidad de sentirse insatisfechas con su aspecto físico, de modo que tratan de buscar la manera de perder peso y siguen mejor las pautas de dieta y ejercicio.

Contagiando positividad

¿Y qué sucede con las personas con quienes convivimos más? Ahí es donde el contagio emocional es sin duda más intenso y donde tiene consecuencias sobre la salud. Durante un año, se hizo un seguimiento de pacientes sometidos a una intervención cardíaca tras padecer un infarto. Los investigadores concluyeron que quienes tenían una pareja pesimista, se sentían peor y regresaban más veces al hospital que quienes estaban junto a una pareja optimista que irradiaba ánimos… ¡y todo ello, independientemente del grado de optimismo o pesimismo del propio paciente!

Estudios recientes demuestran con estadísticas fiables que la respuesta excesiva al estrés se “contagia” en una familia o en un grupo (por ejemplo, entre personas que trabajan juntas). Era natural pensar que las emociones positivas, el bienestar, sentirse feliz, también se contagiaba, y así lo sugieren estudios recientes.

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